Bande: ‘Equí y n’otru tiempu’ / ‘El nome de los árboles’
Díptico elemental de España
“No se autocompadecen. No lamentan nada.
Sus derrotas no los han desengañado. Saben
que han cometido errores, pero no se vuelven atrás.
Los viejos hombres de la revolución son más fuertes
que el mundo que los sucedió”.
Hans Magnus Enzensberger
(El corto verano de la anarquía:
vida y muerte de Durruti, Anagrama, 1998)
1.Equí y n’otru tiempu: Los vacíos de la memoria
El cineasta Michelangelo Antonioni construyó una carrera entera en torno a las desapariciones –de personas, de emociones– y las ausencias: metáforas meridianamente claras sobre la alienación del individuo en la sociedad moderna. En Equí y n’otru tiempu, estructurada como una sucesión de planos vacíos y despoblados de seres humanos, no hay metáforas que valgan: antes aquí había alguien, ahora ya no. La técnica es en el fondo la misma con la que Georges Méliès realizaba sus fantasmagorías un siglo atrás: el escritor y cineasta Ramón Lluís Bande emplaza su cámara en el mismo lugar donde hace más de 75 años –descomunal elipsis– una serie de personas protagonizaron un suceso. No disponemos de la primera imagen, sustituida por un rótulo con una fecha y unos nombres que hacen referencia a los protagonistas del plano. Ahora ese encuadre está vacío.
Las localizaciones en medio de la naturaleza de bosques umbríos, prados desiertos y masías semiderruidas nos animan a compararlo con las imágenes de calles y pasajes vacíos del París de principios del siglo XX que capturó el extraordinario fotógrafo Eugène Atget. Según Walter Benjamin, las fantasmagóricas imágenes parecían retratar el lugar de un delito: “¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen, no es un criminal cada uno de sus transeúntes?” (1)↓. Insistimos: en la película de Bande no hay espacio para la metáfora totalizadora o surrealista porque cada plano vacío es, efectivamente, el espacio de un crimen: los asesinatos en los bosques de Asturias al finalizar la guerra civil de los resistentes antifranquistas, los del monte.
A la hora de abordar el díptico del cineasta asturiano formado por Equí y n’otru tiempu (2014) y su perfecto contraplano, El nome de los árboles (2015), uno puede sentir la tentación de utilizar la definición de films-concepto, donde es más importante la idea a transmitir que la propia película en sí. Pero nada más lejos de la realidad: la depuración formal del primer título –planos fijos de dos minutos de duración, ausencia de voz en off, ausencia de figuras humanas, solo un rótulo lacónico que da cuenta del drama y los personajes de manera telegráfica– no es ni austera ni radical, sino profundamente humanista y no es más que la consecuencia lógica y feliz de una serie de acercamientos que Lluís Bande lleva realizando sobre la figura de los maquis asturianos, los fugaos, a lo largo de toda su trayectoria, siendo el espléndido cortometraje Estratexa (2003) una parte esencial de todo ello. Allí, Manolín el de Llorío relataba a cámara la peripecia de su huída milagrosa de un refugio de los montes asturianos rodeado por las fuerzas nacionales: además de la fuerza y emoción que transmite su narración, lo insólito es su propia presencia, que esté vivo. Por ello Bande vuelve a introducir su relato en off al inicio de Equí y n’otru tiempu: será el único que oiremos en todo el metraje porque el resto de protagonistas no vivieron para contarlo.
Las pequeñas píldoras en las que está dividido este film reiteran una y otra vez, con la mayor claridad posible, lo que sucedió allí: el rótulo anuncia la fecha del crimen, escribe el nombre de las víctimas y acusa a los asesinos que acabaron con ellas. Se repite una y otra vez el término “asesinado”. Aquí no se muere nadie “a manos de” –vergonzante eufemismo que podemos leer en los medios en infinidad de ocasiones referido a casos de violencia de género–. No, aquí hay asesinados y asesinos con todas las letras, detalle nada baladí en estos tiempos de neolengua destinada no tanto a evitar susceptibilidades como a matizar actos criminales y, de un modo insidioso y sutil, emborronar la historia o, peor aún, olvidarla. Bande devuelve la dignidad a los muertos y el oprobio a los asesinos –por lo general, miembros del cuerpo de la Guardia Civil–: la memoria histórica es algo más que la recuperación de los restos de las cunetas.
Así, los paisajes vacíos y por lo general idílicos se convierten en espacios de reflexión para el espectador y de resistencia para la memoria. La belleza de la escena contrasta con las imágenes que nos vienen a la mente, una fractura que convierte en ocasiones lo bello en siniestro –una fila de árboles sin hojas nos sugiere automáticamente un paredón de ejecución–. La maldad nunca ha entendido de paisajes. Son lugares que han conservado la huella de aquellos actos infames y en ese sentido opera el realizador asturiano: sus encuadres intentan capturar de la mejor forma posible el genius loci, el espíritu del lugar, y establecer/invocar un diálogo entre pasado y presente. En ocasiones, los elementos ambientales y corpóreos –un perro que ladra a lo lejos, el orbayu que cae suavemente, una mujer labrando la tierra al fondo del plano– nos hacen olvidar por unos momentos para qué estamos allí, lo que también es válido y hasta necesario: la vida, por supuesto, continúa.
Algunos de los planos duelen más que otros: les preceden una historia de traición, de chivatos, por lo que el crimen es más doloroso y nos vuelve a la memoria la imagen de Manolín el de Llorío, que fue apresado gracias a unos traidores con los que, según sus propias palabras, aún hoy día se cruza: sonríe con resignación a cámara, pero podemos adivinar sus dientes apretados bajo el gesto conciliador. En el rostro de Manolín no hay distancias que valgan, la fuerza de su relato oral vuelve a actualizar el pasado, a construirlo delante de nosotros, como lo hace Ramón Lluís Bande con su película hecha de silencios atronadores y vacíos que resplandecen como balizas de advertencia de lo que una vez sucedió y no puede volver a suceder.
Un año después de Equí y n’otru tiempu, el propio Bande estrenará El nome de los árboles, un nuevo trabajo que amplía el anterior y mantiene intacta su reivindicación de aquellos hombres fieros que decidieron no rendirse, y que puede considerarse uno de los making of más pertinentes de la historia del cine.
2. El nome de los árboles: Contraplano
Existe una pequeña pieza corta del gran director holandés Johan Van der Keuken, entresacada del rodaje del descomunal fresco Amsterdam Global Village (1996), en la que se juntan todos los finales de las tomas de la película: en ellos la cámara hace un paneo y enfoca a la mujer del realizador, operadora de sonido, que golpea la pértiga para dar por finalizada la grabación, un perfecto complemento para recordar que detrás de la película hay un equipo de trabajo. El mismo espíritu anima a Bande a la hora de montar El nome de los árboles, una película con entidad propia donde le podemos ver junto a su productora Vera Robert y los testigos de los hechos narrados en el film anterior: director, cámara, productora y testigos, todos ellos forman el grupo de trabajo, corporeizando lo que en el otro film era pura imagen y memoria. Los contemporáneos de aquellos hechos dialogan de forma natural y fluida y dan forma a relatos deshilvanados, impresionistas, broncos y sin ningún afán de convertirse en leyenda, sino simplemente de recordar, rememorar con dificultad una serie de hechos extraordinarios en unos tiempos extraordinarios.
El paso de los años rodea de bruma los acontecimientos, pero los detalles sueltos atraviesan el muro de tiempo –el muerto con la boca abierta, una vaca superviviente a la quema de una manada en una cabaña–. Los coetáneos de aquellos hombres valientes, huraños y ejemplares son los custodios de la historia oral de los perdedores –“nos vencieron, chico”, decía Manolín el de Llorío–, a imagen y semejanza de los hombres-libro de Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Cierta clase política, la que desciende directamente de los asesinos de la gente de la montaña, guarda la esperanza de que cuando fallezca el último testigo, los crímenes queden olvidados, prescritos, impunes, y así dejar al margen, en la cuneta, una parte fundamental de nuestra historia reciente. Por eso es tan importante el trabajo de Lluís Bande registrando lo que allí pasó con ejemplar cabezonería: un plano por cada asesinato, un testigo para cada crimen, pura justicia audiovisual.
Impacta comprobar que, tantos años después, los testigos de aquellas carnicerías casi no se atrevan a pronunciar queja alguna, no hay exclamaciones malsonantes y los relatos son a sottovoce. Una guerra marca de una vez y para siempre: todos tenemos o hemos conocido a un familiar que se sobrecoge al escuchar en las ondas detritos como los que sueltan Federico Jiménez Losantos, Carlos Herrera y personajes de similar jaez, temeroso de que la vieja pesadilla comience de nuevo. Por eso, la única vez en que uno de los testigos pronuncia un exabrupto –“hijos de su madre”–, la expresión restalla con la fuerza de un latigazo y ejerce de minicatarsis para el espectador, de modo similar a la canción popular que suena sobre los créditos finales de Equí y n’otru tiempu o las notas de Manta Ray al final de Estratexa: música combativa, nada de lamentos fúnebres.
El díptico es, en resumen, un trabajo excepcional de archivo de memoria limpio de cualquier gesto superfluo, un monolito audiovisual erigido para perdurar y que homenajea a un grupo de héroes auténticos, pero no por el mero hecho de ser mártires de la República o víctimas de una posguerra criminal, de una dictadura asesina. Son héroes por no abandonar sus justos ideales, por no capitular cuando el país estaba ya perdido, por aguantar mientras los masacraban, por resistir como resisten los planos de Ramón Lluís Bande. Con coraje.
(1)↑ BENJAMIN, Walter: Sobre la fotografía, Pre-Textos, 2004.
© Javier Trigales. Enero, 2016.