Anna
Desvanecerse
«A los aún no nacidos, a todas las inocentes partículas de la inmensidad amorfa: mucho cuidado con la vida. Yo pillé la vida, la contraje. Yo era una partícula de la inmensidad amorfa cuando, de pronto, se me abrió una mirilla y me entraron la luz y los sonidos. Unas voces empezaron a describirme a mí y a mi entorno.
Nada de lo que decían admitía réplica. Decían que yo era un niño llamado Rudolph Waltz y punto. Decían que era el año 1932 y punto. Decían que estaba en Midland, Ohio y punto.
No paraban de hablar. Año tras año iban acumulando detalles y más detalles. Y así siguen. ¿Sabéis qué dicen ahora? Que estamos en 1982 y que tengo cincuenta años. Bla, bla, bla.»
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Con estas palabras empieza la novela El francotirador de Kurt Vonnegut. En 1982, el año en que Rudolph Waltz cumple cincuenta años, el actor italiano Massimo Sarchielli actúa en cinco películas. Una de ellas es La noche de San Lorenzo (La notte di San Lorenzo) de los hermanos Taviani, que gana un puñado de premios en Estados Unidos, Italia y Francia, entre ellos el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes de ese año.
Sarchielli nació en Florencia en 1931, un año antes que Rudy Waltz, y en 1965 empezó a aparecer en películas. Trabajó con muchos cineastas de renombre, la mayoría italianos, pero también unos cuantos norteamericanos que rodaron filmes en Italia. Se paseó, casi siempre en papeles secundarios o meramente anecdóticos, por películas como Giulietta de los espíritus (Giulieta degli spiriti, Federico Fellini, 1965); El conformista (Il conformista, Bernardo Bertolucci, 1970); Las vacaciones europeas de una chiflada familia americana (European Vacation, Amy Heckerling, 1985); El siciliano (The Sicilian, Michael Cimino, 1987) o L’arcano incantatore (Pupi Avati, 1998). Con Avati trabajó a menudo desde finales de los 80; Dario Argento lo empleó en El fantasma de la ópera (Il fantasma dell’opera, 1998), Insomnio (Non ho sonno, 2001) y La madre del mal (La terza madre, 2007); apareció en filmes de Richard Donner y Stuart Gordon, de Lucio Fulci y Umberto Lenzi, y en La lutta dell’uomo per la sua sopravvivenza (1970), una serie pedagógica que escribió Rossellini cuando había dejado el cine y decidido que su vocación iba a ser la de compilar y explicar la historia del mundo y del conocimiento, diagnosticar por qué el hombre estaba donde estaba y qué se podía hacer al respecto.
Al inicio de su carrera, Sarchielli trabajó en algún spaghetti western y, en 1972, cuando conoce a Anna en la plaza Navona de Roma, tiene un aspecto un poco de vaquero sin sombrero, de buscador de oro con bigote mejicano que no se halla en la frontera entre México y los Estados Unidos, sino en la capital de Italia durante el segundo año de una década especialmente turbulenta políticamente hablando: tiempos de insurrecciones, huelgas y asesinatos como el de Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas en 1978, tras dos meses de cautiverio, un cautiverio narrado por Marco Bellocchio en Buenos días, noche (Buongiorno, notte, 2003). En esa película, por cierto, también estuvo Sarchielli.
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Los setenta fueron además los años de la larga resaca del 68. Defraudados parcialmente, ni siquiera totalmente, algunos jóvenes pasan los días y a veces también las noches en la plaza Navona, en Roma. Les podríamos llamar hippies pero también buscadores de oro (tanto literal como metafórico), buscadores de la verdad y del secreto, de la fórmula para resistir a la intemperie. Por ahí andan, de vez en cuando, Massimo Sarchielli, actor, y Alberto Grifi, cineasta experimental. Son amigos desde hace años. Y un día de principios de 1972 aparece también en la plaza una joven de dieciséis años, embarazada de ocho meses, y sin un lugar al que ir a dormir por las noches. Sarchielli la acogerá en su casa. Se llama Anna y la suya es la belleza inmaculada de los desaparecidos en vida. Una belleza que asusta.
Anna está allí y podremos comprobarlo con nuestros propios ojos si vemos la película que hicieron Sarchielli y Grifi, que es lo que me tiene aquí escribiendo. Anna está allí pero, al mismo tiempo, está camino de otro lugar: ella misma dirá en un momento del filme que le gustaría estar al otro lado, puede que al otro lado de la pantalla donde no puedan verla, puede que al otro lado de la vida, allí donde todos volvemos a ser partículas de la inmensidad amorfa y nadie nos pide la cuenta de nuestros actos. Lo que es seguro es que, más allá de la película en sí misma y de las fechas de nacimiento y muerte de las personas que intervienen en ella, todo lo que podemos hacer es aventurarnos.
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“Midland City tenía su propia diosa de la discordia. Una diosa que ni sabía ni quería bailar y que detestaba a toda la gente del Instituto. Nos dijo que le gustaría desfigurarse la cara con las uñas, a ver si la gente dejaba de descubrir en ella cosas que no tenían nada que ver con lo que ella era por dentro. Y que a veces sentía ganas de morirse, por lo que los chicos y los hombres pensaban de ella y por lo que querían hacerle, que era una vergüenza. Y que lo primero que haría cuando llegara al cielo sería preguntar a alguien qué era lo que ella llevaba escrito en la cara y por qué se lo habían puesto ahí.”
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La película se llamará Anna (Massimo Sarchielli, Alberto Grifi, 1972-1975), como su protagonista, y hacia el final de sus casi cuatro horas de metraje asistimos a una discusión que, de algún modo, matiza la propia razón de ser del filme: la joven ya ha tenido el hijo que esperaba y está en el hospital, donde no deja entrar a nadie. Algunos miembros del equipo discuten sobre lo que ocurrirá ahora y se le reprocha a Sarchielli que fuera él, en primer lugar, quien convirtiera a Anna en protagonista de una película, arrastrándolos a todos consigo en un viaje cuyo final se les antoja de lo más incierto. Las autoridades podrían quedarse con el niño, y la actitud de la irascible Anna en esos momentos no puede ser más ambigua; por las informaciones que van llegando, a veces parece que la chica los quiere perder a todos de vista. Y la película es, precisamente, el intento de preservar un rostro, una presencia humana, de grabarlo con celuloide en la noche de los tiempos, en el río inagotable de las imágenes.
En la misma sala en la que se proyectó el documental, algunos días antes Pedro Costa explicaba que no le interesaban los paisajes como sujeto fílmico si en ellos no había alguien a quien registrar, alguien que tuviera una historia que contar. Cualquiera puede filmar el mar, decía, da igual la técnica, es algo muy sencillo de hacer. El tiempo del mar y de los paisajes no suele ser el mismo que el de las personas. Su deterioro es más difícil de advertir y puede abarcar siglos. Anna, sin embargo, podía desvanecerse en cualquier momento. Parecía incluso que quería desvanecerse, que lo deseaba aunque no siempre estuviera dispuesta a reconocerlo. A veces quería vivir y a veces no. Así de sencillo. Ellos mismos también podían desvanecerse. Había que hacer algo. Había que darse prisa. Hay un momento en el que presenciamos un flashback de los primeros días de Massimo y Anna en la plaza Navona: por alguna razón, esa grabación tiene muchísimo grano, sus rostros burbujean, se hacen difusos, parece entonces que el grano va a engullirlos. Pero no lo hará, no inmediatamente. Aunque a Anna, una vez haya ingresado en el hospital, ya no volveremos a verla.
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En Jennie (Portrait of Jennie, William Dieterle, 1948), el pintor Eben Adams (Joseph Cotten) hallará su razón para vivir y para pintar en la figura de una joven que pertenece, literalmente, a otro tiempo. Adams tratará de inmortalizarla pintando su rostro en un lienzo, el retrato al que alude el título de la película. Algunos de los que la conocieron describen a Jennie (Jennifer Jones) haciendo referencia a una mirada triste y hermosa, rasgo que la emparenta con Anna. Ambas, cada una a su manera, son estrellas errantes; Anna podría ser la Jennie de Massimo Sarchielli. Y de Alberto Grifi, el hombre detrás de la cámara. Una vez terminada, en 1975, la película de Grifi y Sarchielli tuvo una buena acogida en el Festival de Venecia, tras lo cual prácticamente desapareció de la memoria cinéfila, como su protagonista, que se esfumó del todo y para siempre. También Sarchielli se convertirá en una estrella errante, pero infatigable, en el firmamento del cine rodado en Italia. Si uno se fijaba bien, siempre estaba ahí, en algún que otro rodaje. Si uno se fija bien, el nombre de Eben Adams también puede leerse en una esquina del retrato de Jennie.
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Hasta ahora me he resistido a usar la palabra documental para referirme a Anna. Es un documental, en tanto que nos hace testigos de algunas cosas que ocurren en las vidas de unas cuantas personas durante un periodo de tiempo. Pero en su génesis hay una fuerza que trasciende los géneros cinematográficos. Cuando Sarchielli le propone a Grifi hacer una película con Anna, ninguno de los tres sabe exactamente en qué va a consistir esa película. Lo van a ir encontrando. Sospecho que la fuerza motriz que pone a Grifi tras la cámara, y a Anna y Massimo ante ella, es un deseo de hacer cosas, vivir una aventura, ganarle un poco de tiempo a la muerte y al olvido. A Anna no le queda otra, puesto que Massimo y la película se convertirán en su vínculo más sólido y seguro con el mundo. El filme arranca con los ensayos de una escena, Massimo y Anna reconstruyendo un primer encuentro. Y, durante las primeras dos horas, la estructura será tan simple como intercalar algunos momentos de intimidad en casa de Sarchielli con dilatadas tertulias que tienen lugar en la plaza Navona, donde se discute la situación de la chica pero también la del país y la de la gente. Tertulias a las que a veces se añaden transeúntes, quizá atraídos por la presencia de una cámara que filma. Tertulias que son todo nudo, sin inicio ni desenlace, en las que se grita y se dejan frases inacabadas y se perorata y se lamenta que la oscuridad lo rodee todo. La misma imagen monocroma presenta siempre zonas de negrura.
Hay un parón de diez minutos y salimos, y comentamos esa sensación de no estar exactamente ante un documental sino ante una especie de retransmisión en directo de algunos fragmentos de vida en la Italia de los primeros años 70.
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Regresamos a la sala y, al rato, ocurre algo: un chico que trabaja de eléctrico en la película irrumpe en el plano y pronto descubrimos que está enamorado de Anna. Ella parece corresponderle. Acepta, si no otra cosa, la calidez de un cuerpo junto al suyo. Y es comprensible que alguien que ha tenido que dormir muchas noches a ras de suelo acepte sin pensarlo mucho una proposición de esa índole. Sarchielli quería hacer algo, quería ir a algún sitio con el documental y, probablemente, eso no era lo que imaginaba; quizá él también amaba a Anna, pero es indudable que, a esas alturas, algo ha hecho: ha transformado la realidad, que sigue desarrollándose en la pantalla, con algún intertítulo ocasional que nos recuerda que Anna es un relato y no la vida misma. Un relato, sin embargo, que se traga a sus protagonistas y los hace crecer y cambiar. Esos, diría, son los mejores relatos.
Cuando Anna está a punto de parir, aparece Vincenzo, el eléctrico, el hombre que se ha ofrecido a ser el padre de la criatura, y habla o parece que hable por todos los seres sin esperanza, por todos los trabajadores y activistas, y por todos los que apenas duermen pero sueñan con un mundo algo mejor. En su emoción percibimos un nada disimulado anhelo de felicidad. Habla un hombre convencido de estar enamorado y parece que no vaya simplemente a nacer un niño, sino que vaya a haber un terremoto. Al menos así lo percibí yo, como si estuviera ofreciendo ese nacimiento a los que le rodeaban, a los espectadores y a todo el mundo como si fuera una segunda oportunidad. Como si quisiera acentuar que nos encontrábamos ante el punto culminante del relato, del que se había convertido en protagonista sin que nadie se lo esperara.
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No sé si hay una palabra mejor que “documental” para definir Anna; yo la veo más como un acto (en el sentido de acción): un intento de intervenir en la realidad, de explorar sus confines y descubrir recodos inesperados. Asimismo, aunque Alberto Grifi filmó y editó la película, y es quien aparece acreditado como director junto a Sarchielli, yo diría que esta es más bien una creación colectiva gobernada por la vida, y que el equipo técnico y artístico fue adaptándose a ella, cambiando con ella.
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Y al final, ¿qué queda sino el recuerdo de un tiempo que perdió consistencia, que se hizo elástico, que se volvió loco? En propuestas como Anna, cuya duración excede con mucho la hora y media o dos horas que son consideradas estándar para una película, a veces, si uno es afortunado, pierde la misma noción del tiempo. Se trata de una simbiosis, que se produce o no se produce. Un proceso por el cuál te adhieres a la película, te enganchas a sus fotogramas y, cuando termina, piensas que no te habría importado seguir un poco más ahí dentro, saber más de esas personas. Y sales de nuevo a la calle y te quedan unas impresiones que coincidirán en mayor o menor medida con las de las otras personas que estaban ahí dentro contigo, que puede que tengan relación con lo que estaban pensando quienes hicieron la película o puede que no. Descartas algunas impresiones por el camino, otras cobran mayor importancia, y escribes. A veces han pasado días desde que viste la película y tu recuerdo cada vez es más borroso, y además Anna ya es de por sí una película borrosa, de texturas fantasmagóricas, en la que los cuerpos parecen a un paso de ese otro lado al que la joven embarazada insinúa que quiere irse. Eso sucede durante una de las conversaciones más hermosas de la película, en la que Anna también bromeará con Massimo sobre su edad, poniéndose 216 años. Cuando dijo esa cifra, de una forma extraña, insólita, percibí muy claramente lo elástico del tiempo; o quizás lo percibí después, al recordarlo, ya no lo sé. Pero fue ahí cuando se produjo mi simbiosis definitiva con la película. Ahora me quedan, en la cabeza, algunas imágenes, la belleza entre divertida y perturbadora de Anna, la mirada limpia de Sarchielli y Grifi, la certeza que tenían aquellos jóvenes de no poseer absolutamente ninguna certeza, y mi voluntad —guiada por el impulso— de expandir y compartir la experiencia de aquellas imágenes mediante este texto.
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En un primer momento, pensé en la decepción de Vincenzo al final de la película como en una especie de constatación del fracaso. Ha pasado un año y medio. Descubrimos que Anna se ha largado. Se ha largado de su relación con el chico, de su recién adquirida condición de madre y también de la película. Vincenzo se lamenta de que todo ese tiempo no haya servido para nada. No ha logrado retenerla a su lado, y ahora se las va a tener que apañar él solo con el niño. Pero Vincenzo, que en esos momentos le habla a la cámara, es más consciente de estar en un aprieto en la vida real —la que continúa cuando la cámara deja de grabar— que de estar apareciendo en una película. Esa película se llamaría Anna, se estrenaría en 1975 en el Festival de Venecia y luego prácticamente se desvanecería como su protagonista hasta que en 2011, en la misma ciudad de los canales, en el mismo festival, se proyectó una versión restaurada de la misma. Ahora, en enero de 2015, la hemos podido ver en el Xcèntric del CCCB, en Barcelona.
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Massimo Sarchielli murió en mayo de 2011 en Roma. Alberto Grifi había fallecido unos años antes, en abril de 2007, también en la capital italiana. En la misma ciudad, en julio de 1977, Vincenzo Mazza, el eléctrico, murió de un cuchillazo que le perforó los pulmones cuando trataba de poner paz en una pelea entre el actor Claudio Volonté —autor del golpe mortal— y su mujer Verena Baer. Claudio, hermano menor de Gian Maria Volonté, se entregó voluntariamente a la policía diez días después, alegando que todo había sido fruto de un desafortunado accidente. Del niño y de Anna yo no sé nada más, pero la electricidad misteriosa y juguetona que emana de su cara de niña perdida sigue viva en los fotogramas del filme.
© Toni Junyent, febrero 2015