Americana Film Fest 2018

Elige tu propia aventura

 

Soy una 2, 7, 1. Azul. O eso me dice mi amigo Alberto cuando (minutos antes de escribir estas líneas) me manda un WhatsApp que despierta mi carcajada. Ya conocéis el efecto mariposa, y en esta escena se desató a lo grande. Del comentario de mi amigo surgió una risa (la mía) que acabó bañando en agua-con-babas a un muchacho trajeado que comía tranquilamente frente a mí en el restaurante en el que ultimaba mi pausa del mediodía. Al ver su cara descompuesta, me entró más risa aún y… bueno, creo que el chico (que para más inri trabaja en mi mismo edificio) me evita, cual bidón de biohazard, cuando coincidimos a menos de diez metros. No le culpo, pero sí me río. A carcajadas. Cada vez. No lo puedo evitar.

Horas más tarde llego al Americana y el show se desata. Una pregunta formulada con agresividad, una respuesta desganada, y la fusión nuclear que explota en mi interior. Las lágrimas llegan más tarde, entre un poso de vergüenza y una extraña sensación de alivio, pero la razón la esperaba en el punto de meta de hacía tiempo: cuando el drama se sostiene durante demasiado tiempo, rendirse y dejar de luchar no es motivo de decepción. Tristeza, rabia, sí; pero…

De esta guisa bipolar, entre risas y lágrimas y una facilidad encomiable para pasar de una a la otra, llegó el Americana, un año más (y ya van cinco) para nutrirnos del cine independiente estadounidense al que nos tienen acostumbrados. Por un lado, un cine marcado por la preocupación social, con la voluntad de denuncia hacia realidades poco amigables, desde perspectivas cálidas y empáticas; por otro, los nombres del indie americano que (casi) nunca fallan, sean estos de las películas más sonadas del último año o de los creadores que es casi obligación tener en la programación; y finalmente,… ay, la bendita tercera vía, el camino de las risas, de la comedia, normalmente en su versión más surrealista (en el Americana son muy de esta guisa). La pregunta, pues, estaba sobre la mesa: ¿qué itinerario tomar a la hora de enfrentarse a su programación? Escoge tu propia aventura:

a) La de la comedia

b) La del drama 

 

La de la comedia

Quizás sorprenda que diga que aprendí a reírme de mayor, en mi veintena, cuando huí de una vida en un pueblo para empezar a ser yo misma bajo el anonimato de la ciudad. No fue una decisión consciente, fue un descubrimiento azaroso, pero crecer, madurar, es un proceso de supervivencia espiritual que tiene mucho de concatenación de hallazgos fortuitos. Quizás por eso, desde entonces la risa ha sido un medidor de salud para mí, un indicador de que, a pesar de los pesares, mi mente estaba siendo capaz de encontrar salida en los momentos más inasumibles. El mundo es extraño, adaptarse a él a veces puede ser realmente complicado.

Ingrid Goes West, de Matt Spicer

También quizás por eso, porque la comedia parece más sencilla y amable que otros géneros, tomé la decisión de andar su camino al principio de este Americana. Entre la programación había, como es habitual, un buen número entre el que elegir, y calculé que más o menos podía trazar mi camino saltando de comedia en comedia, cual zamburguesas de Humor Amarillo, hasta llegar a la recta final. El trayecto empezó con Ingrid Goes West (Matt Spicer, 2017), una película en la que Aubrey Plaza vuelve a hacer de Aubrey Plaza (es decir, de animal antisocial, dañado, con coraza y mucha mala leche), en lo que es básicamente un paseíllo para el lucimiento de la actriz y productora. A través de su personaje, homónimo del título, el film hace un retrato de la obsesión por las redes sociales que corre últimamente por nuestras vidas. Ingrid es una joven apocada que, como todos en lo más profundo, tan solo busca que la quieran. Tras salir del psiquiátrico y la muerte de su madre, decide iniciar una nueva vida en el oeste americano, donde vive Taylor (Elizabeth Olsen), una influencer a la que admira profundamente. Su objetivo está claro: hacerse hueco en la vida de la muchacha para sentir que forma parte del éxito.

Como el Tommy Wiseau de James Franco, Ingrid es convertida a lo largo de la película en el hazmerreír del espectador mediante ese viaje que la llevará del top de los likes (y de la felicidad, las amistades y la vida intangibles del mundo online) al pozo más oscuro de la realidad; de obsesa stalker a yonqui del victimismo por conseguir unos seguidores más. En ese más-grande-todavía de la locura aubreyplazana encontramos el quid de la comedia (ligeramente) negra de la película, pero lo cierto es que Ingrid Goes West no es tan mordaz como se cree, no es tan apabullantemente irónica como se piensa y, en vez de morder, lo que hace es marcar ligeramente sus colmillos sobre nuestra piel. Como (me) pasaba con The Disaster Artist (James Franco, 2017), Ingrid Goes West se (me) antoja una nueva muestra de mofa del débil, de aquel chaval del colegio que quería gustar a los populares y que para conseguirlo acababa haciendo barbaridades para encajar. En vez de poner foco sobre el problema y atacar desde la comedia a la causa, culpabiliza a la víctima y permite al sistema irse de rositas. Si reírse de quien vive las consecuencias del sistema es tu forma de diversión, acabas de añadir un must-see en tu lista.

Don’t think twice, de Mike Birbiglia

En el segundo intento, reunimos a un conjunto de cómicos y le sumamos la palabra improvisación a la ecuación… ¿Qué puede salir mal? Don’t think twice (2016) es la nueva película del actor y monologuista Mike Birbiglia, y en ella volvemos sobre el concepto del éxito, pero ligado a una escena profesional y a una pandilla de amigos. Un grupo de cómicos que trabaja la improvisación en un pequeño teatro empieza a ver cómo su amistad y su arte se ven amenazados cuando aparece en escena la posibilidad de trabajar para un famoso programa de televisión (una suerte de analogía del Saturday Night Live). A partir de ahí, Birbiglia (que se reserva uno de los papeles principales y al que acompañan Kate Micucci, Keegan-Michael Key, Chris Gethard, Tami Sagher y Gillian Jacobs) explora la naturaleza de la envidia dentro de la amistad, la idea de éxito impuesta desde la sociedad frente a un éxito sentido como una autorreflexión, y ante todo la dificultad que supone aceptar que los sueños, cuando se alcanzan, no están hechos de algodón de azúcar.

Sin embargo, el mayor impacto de la película reside en colocar esta clase de problemas en un ambiente, el de la improvisación, que se basa en la colaboración y generosidad de las diferentes personas que conforman un grupo. Ahí es donde lo humorístico va dando paso a una agria sensación de aceptada frustración hasta que Don’t think twice se convierte en una reflexión sobre lo que significa la madurez y, especialmente, sobre el papel que juega la amistad en ciertas etapas de la vida.

Brigsby Bear (Dave McCary, 2017), que está dirigida, producida e interpretada por varios comediantes habituales del Saturday Night Live, y Sylvio (Kentucker Audley y Albert Birney, 2017) aportaron sendas notas de surrealismo animal al itinerario cómico. La primera ya pasó por el Festival de Sitges 2017 y atrajo la atención de muchos por la aparición de Mark Hamill, pero la segunda era la primera vez que se veía en nuestras pantallas, aunque su historia se remonta tiempo atrás: Albert Birney es el creador de Sylvio, un Jacques Tati simiesco que no acaba de encajar en el mundo que le rodea y que se dio a conocer a través de los microvídeos que el videoartista colgaba en la plataforma Vine. El éxito de aquel personaje le llevó a trasladar sus aventuras al cine, proyecto para el que contó con la ayuda de Kentucker Audley (codirector, coguionista y actor) y de Meghan Doherty (con quien ambos han coescrito el guion).

Sylvio, de Kentucker Audley y Albert Birney

La broma, aunque a ratos se sienta como un chicle estirado, es un alegato en colores pastel a favor de la originalidad, la autenticidad y la coherencia con uno mismo, en un mundo de cubículos y oficinas grises. Sylvio, quien vive en una de las Little Boxes de Malvina Reynolds y trabaja en una oficina como la de El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960), lleva su arte de marionetas a un programa de la televisión por cable. En un impulso incontrolable, acaba arremetiendo contra el decorado y tal acción se convierte en la atracción del show, y a él, en una estrella.

La búsqueda de la propia voz en un mundo ruidoso que dicta el éxito bajo conceptos económicos resurge con fuerza en todas estas comedias. Quizás la sobresaturación a la que Internet y la globalización nos exponen tenga algo de responsabilidad en esta tendencia / preocupación, o quizás sea algo relacionado con los intereses de los programadores del festival (o de la cronista que escribe estas líneas), pero lo cierto es que el yo como sujeto vulnerable aparece latente en películas cómicas que hemos visto en esta edición del Americana.

 

La del drama

Detrás de una carcajada no siempre hay un sentimiento de regocijo; detrás de una lágrima, no siempre hay emoción triste. Como el lloro que despertó en mí la sonrisa con mirada a cámara que Harry Dean Stanton nos dedica desde uno de los últimos planos de Lucky (John Carroll Lynch, 2017), emulando quizás a aquella otra mirada (la del pequeño Antoine Doinel de Los 400 golpes -Les 400 coups, François Truffaut, 1959-, imagen lactante de la Nouvelle Vague) y emulando, de igual manera, el camino de libertad iniciado con ella.

En Lucky todo nos resulta conocido aun llegando a ser unívoco, como en un espejo ferial en el que la realidad se desdibuja grotescamente sin por ello desvirtuar la esencia de lo que representa. El amarillento desierto, las calles desérticas de una ciudad fronteriza, un cuerpo esmirriado poblado de cicatrices emocionales, los recuerdos ya cicatrizados de una guerra lejana… La repetición de la rutina como excusa para filtrar los recuerdos de toda una vida, con una puesta en escena (a ratos más evocadora que figurativa) que no necesita de un hilo narrativo tradicional para expresar emociones y que no necesita llamar a la lógica de la causa-efecto porque todos somos humanos y sentimos y entendemos y nos emocionamos al reconocer en el día a día de Lucky el final de una vida plagada de experiencia. Estamos ante la (casi auto)biografía de Stanton, una película que es réquiem y despedida en un solo gesto, tristeza por su pérdida y alegría por su vida.

Lucky, de John Carroll Lynch

Pero perdón, que se me olvidaba escribir sobre lo necesario en una crónica para irme a lo importante. Aquí lo necesario: Lucky está planteada como un conjunto de set pieces de la vida de un nonagenario que vive su rutina con dedicada vitalidad y existencialismo nihilista. El viaje que retrata Carroll Lynch no es otro que el del paso de la vida a la muerte, pero nunca desde el drama sino desde la tranquilidad que ofrece la vejez disfrutada. Para ello cuenta con personajes secundarios de lujo, entre los que destaca un generoso David Lynch que aparca su faceta de director para entregarse con patosa pasión a la tarea interpretativa; y con una interpretación apoteósica de Harry Dean Stanton, quien falleció un par de meses antes de su estreno y de recibir de manera póstuma el premio al mejor actor en el Festival de Gijón 2017. Los galardones de la película se acumulan, los homenajes a Stanton se multiplican, pero Lucky retrata un viaje tan intenso como personal, y no hay mejor premio que el que Carroll Lynch nos ofrece: el desnudo vital de un hombre que fue actor.

Una sensación similar (la de estar presenciando algo tan personal que duele y emociona y nos hace sentir privilegiados testigos de excepción) me invade mientras veo The Work (Jairus McLeary y Gethin Aldous, 2017). En la cárcel estadounidense de Folsom, un programa interno permite una vez al año a un grupo de ciudadanos entrar a vivir con algunos presos durante un breve período de tiempo.

El documental empieza preguntando a estos individuos qué les ha llevado a solicitar entrar en la prisión. Las razones, entre morbosas y deleznables, van desde darse cuenta de cuán afortunado se es, hasta sentir la adrenalina generada por la sensación de peligro o hallar un choque de realidad ante la desidia de una vida acomodada. En los primeros minutos del filme, y sin haber siquiera mostrado el interior de la prisión, los documentalistas ya han conseguido confirmar las sospechas y los prejuicios: entrar a una cárcel se convierte en una atracción de feria (más) en la tierra del showbusiness; los presos, en monos de feria.

The Work, de Jairus McLeary y Gethin Aldous

Pero qué bonito es errar, que los demás te demuestren que te equivocaste, y que te permitan en ese proceso aprender de tu equivocación para abrazar una novedad, aquella que habías sido incapaz de ver por tus propios prejuicios. The Work es lo más cerca que muchos de vosotros estaréis de una terapia; o, lo que es lo mismo, The Work es un ejercicio de déjà vu para los que hemos ido a terapia. Confianza ciega, apertura emocional, indagación en las profundidades de la intimidad, generosidad a la hora de compartirnos sin miramientos, abrazar la vulnerabilidad de los demás (pero sobre todo la propia), dejarse ayudar, respetar los ritmos de quienes aún no están preparados, nunca menospreciar los sentimientos o vivencias o emociones de los demás… Simple y llanamente lo que podría ser un día normal en nuestras vidas si no estuviésemos tan ocupados ocultando complejos y aparentando seguridad.

En The Work suceden tantas cosas y tan jodidamente hermosas (por imposibles de ver en nuestro día a día, y porque esos presos son capaces de hacer algo tan valiente que cualquier palabra que les dedique se quedará corta), que lo único que me queda por hacer en este texto es decir que en Movistar 0, colaborador del Americana desde sus inicios, aún estáis a tiempo de ver la que para mí ha sido la experiencia del festival.

Más difícil parece que será que llegue a las salas la nueva película de Aaron Katz, Gemini (2017), un noir que juega a ser neo, pero que evoca a clásicos del suspense a través de sus imágenes y de su… espíritu. Katz se convierte en un experto frustrador de expectativas en esta película de máscaras, giros, piruetas y dobles mortales, que parece querer sumarse a la ola estética de Nicolas Winding Refn, pero que en realidad juega a repasar la historia del género y, sobre todo, a homenajear el abundante cine de suspense que se produjo en los noventa. Como un La La Land (Damien Chazelle, 2016) del noir, Gemini parece reflexionar sobre la incapacidad de crear historias como aquellas, con giros imposibles y situaciones inverosímiles, ante el nihilismo y la tendencia marisabidilla del público actual. Como La La Land, se muestra artificiosa y artificialmente patosa, terriblemente amateur (en sentido negativo), todo ello si no se alcanza a ver la ironía de ese juego de espejos, de ese constante choque entre forma y fondo, que reproduce el juego metafórico de sus personajes.

Gemini, de Aaron Katz

Pero perdón, de nuevo me olvidaba de lo necesario para hablar de lo importante. Y esto es lo necesario: Heather (Zoey Kravitz) es una estrella de cine que aparece muerta en su hogar. Su asistente, Jill (Lola Lirke), trata de encontrar al culpable del asesinato al mismo tiempo que busca la manera de salir de la lista de sospechosos. Un personaje hitchconiano en una depalmada con aires windingrefnianos. ¿Y aún tenemos que andar con remilgos sobre si Gemini no es lo que parecía, porque nosotros no somos capaces de aceptar lo que es?

Y así, de nuevo, entre risas y lágrimas, entre alegría y tristeza, nos despedimos del Americana, un festival que ha ampliado fechas y que ha podido contar con la presencia de Alex Ross Perry y de Fredric Lehne durante la edición de este 2018. ¡Hasta el próximo año!

 
 

© Mónica Jordan, abril de 2018