De la improvisación al control, de Welles a Cattet/Forzani
Accidentes misteriosos
“¿Por qué las películas deben escribirse antes de filmarse?” La pregunta se la planteaba Mariano Llinás en una conversación con Manu Yáñez a raíz del quinto capítulo de La flor (2009-2018), donde el director argentino se permitió romper con las formas previas de su monumental película y rodó a la aventura, con una “libertad insólita” que le llevó a renunciar a la palabra (y prácticamente al sonido) en una particular relectura de Una partida de campo (Partie de campagne, Jean Renoir, 1936). La cuestión, que tiene mucho de utópica en los parámetros del cine narrativo-industrial contemporáneo (para conseguir financiación siempre se debe escribir un guión previo que justifique la inversión, como reconoce el propio Llinás), merodea también en las imágenes de un proyecto tan laberíntico y osado como Al otro lado del viento (The Other Side of the Wind, 2018), una película terminada ahora por Netflix (con la supervisión, entre otros, de Peter Bogdanovich y Frank Marshall), a la que discutiblemente se le ha asignado la firma de Orson Welles veintitrés años después de su muerte. Porque, tal y como declaró en varias ocasiones el autor de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), con este filme inacabado perseguía dar con “accidentes divinos” alejándose del sistema de producción tradicional y confiando en un método de rodaje muy libre, que le llevó a filmar a salto de mata durante años y sin dar excesivas indicaciones a sus actores.
¿Qué consiguió Welles con esta fórmula? Las imágenes de Al otro lado del viento que transcurren en una fiesta decadente en honor a un cineasta de prestigio al que da vida John Huston dejan entrever el clima improvisado de la filmación y funcionan en buena parte como documento de la misma y como reflejo autobiográfico de la carrera del director de La dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, 1947). Por otro lado, los fascinantes fragmentos cercanos a lo no narrativo del filme dentro del filme en el que se pasea desnuda Oja Kodar parecen evocar (o parodiar, como han insinuado socarronamente algunos especialistas en Welles) al Michelangelo Antonioni de Zabriskie Point (1970) y son particularmente singulares en la obra del cineasta estadounidense. Sin embargo, uno no puede ignorar el peso del montaje en la esencia de la película y preguntarse hasta qué punto Welles hubiese tomado las mismas decisiones artísticas, sobre todo considerando el ingente material rodado (más de cien horas de metraje). A su vez, resulta inevitable especular con sus intenciones y métodos durante la filmación: ¿Se contagió Welles realmente del espíritu libre del rodaje y perdió el control del material rodado? ¿Tuvo en su mente una idea clara de cómo debía ser la película definitiva o confiaba en el montaje para estructurarla a la manera de Fraude (F for Fake, 1973)? ¿Estaba satisfecho con lo que estaba filmando o solo le interesaba el proceso en sí mismo, no el resultado final?
Si nos ceñimos a los tan deseados “accidentes divinos”, nos cuesta dar con momentos equiparables a los que, al parecer, tenía en mente el cineasta estadounidense cuando puso en marcha el proyecto. Tal y como revela el interesante documental Me amarán cuando esté muerto (They’ll Love Me When I’m Dead, Morgan Neville, 2018), Welles aspiraba a lograr escenas tan sublimes como aquella de Sed de mal (Touch of Evil, 1958) en la que el personaje al que él interpretaba, Hank Quinlan, aplastaba un huevo de paloma con su mano al verse acorralado verbalmente por Mike Vargas (Charlton Heston). El instante, de incuestionable potencia gráfica y metafórica, no estaba previsto en el guión del filme y surgió improvisadamente durante el rodaje. En Al otro lado del viento se buscaba, por tanto, filmar de otro modo para facilitar este tipo de accidentes.
Uno de los momentos más llamativos de la sensual y visceral Laissez bronzer les cadavres (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2017) cuenta también con un huevo como principal foco de atención. Lo interesante no es tanto lo que vemos —el huevo friéndose en primer plano— sino lo que oímos: el sonido de las brasas de un puro que el personaje de Elina Löwensohn ha apagado instantes antes (en los dos planos anteriores). He aquí una sugerente transición sonora, de las que abundan en el filme, de un dúo de creadores que concibe el cine como una experiencia sensorial, vagamente narrativa. Sus métodos de trabajo, sin embargo, están en las antípodas de los aludidos por Welles y Llinás: todo está escrito al detalle en sus guiones y plasmado en un meticuloso storyboard que determina sus rodajes de antemano, de modo que no hay lugar para improvisar y el montaje solo consiste en ordenar los miles de planos rodados. La filmación, eso sí, se lleva a cabo sin sonido directo y es después cuando Cattet y Forzani eligen las texturas sonoras (desde el silbido de las balas al tacto del cuero, pasando por los diálogos) que dan cuerpo a sus cromáticas imágenes. Sus filmes, por tanto, no dejan apenas huellas del rodaje, pero sí deslumbran por su ensamblaje sonoro-visual que, por muy calculado que esté, logra ofrecer instantes de gran vigor y organicidad (1)↓.
No existen apenas vínculos temáticos y formales entre dos películas tan singulares como Al otro lado del viento y Laissez bronzer les cadavres —si acaso coinciden en un tratamiento estimulante del color y en un acercamiento sugerente a los deseos sexuales reprimidos—, pero son dos buenos ejemplos recientes para (re)pensar dos de las posibles vías del cine: la de aquellos directores que conciben el rodaje como un descubrimiento, como una experiencia vital que acabará revelando la cámara, y la de aquellos que entienden el rodaje como una calculada ejecución de una obra ya concebida, con una planificación sin margen de maniobra a la que hay que ajustarse al máximo. En este último grupo, al que pertenecen Cattet y Forzani, sobresale el nombre de Alfred Hitchcock, curiosamente uno de los referentes de Llinás: “Siempre me he vanagloriado de no leer nunca el guión mientras ruedo una película. Me sé completamente de memoria el film. Siempre he tenido miedo de improvisar en el plató, porque en ese momento, aunque hay tiempo para tener nuevas ideas, no lo hay para examinar la calidad de estas ideas (…) Realmente, me siento incapaz de hacer como esos directores que hacen esperar a todo un equipo mientras ellos permanecen sentados pensando, no podría jamás hacer una cosa parecida” (2)↓. En cuanto a la primera categoría de directores, cuenta tanto con aquellos creadores que plantean rodajes al límite (pongamos al Werner Herzog que filma sus películas épicas en la selva amazónica) como con los que se permiten idear y planificar sus secuencias sobre la marcha en el plató, como Luis Buñuel: “Filmar es un accidente, un accidente necesario, para que lo vean los demás. Pero lo que me importa es el «escenario», el script, las situaciones, la historia, los diálogos. La palabra cámara no aparece en ningún script mío. Nunca tengo idea del decorado ni sé lo que voy a hacer. No preparo. Nunca sé lo que voy a hacer en el plano siguiente (…) Ya te digo: a mí lo que me importa es que las escenas, en sí, digan algo, sirvan para algo, le lleguen al espectador sin halagarle nunca (…) Suelo tomarme dos horas antes de empezar a filmar para pensar en la escena del día. Y sé cómo voy a empezar, pero nunca lo que va a seguir”. (3)↓
Existen, en cualquier caso, las fórmulas mixtas y las excepciones, incluso para cineastas tan seguros de sí mismos como Hitchcock, que modificó su rígido sistema tras sentirse muy angustiado durante la filmación de Los pájaros (The Birds, 1963): “Sucedió algo que era totalmente nuevo para mí: me puse a estudiar el guión durante el rodaje, y lo encontré lleno de imperfecciones. La crisis por la que pasé despertó en mí algo nuevo desde el punto de vista creador. Llevé a cabo algunas improvisaciones (…)”(4)↓. Es difícil saber si les sucederá algún día lo mismo a los directores de Amer (2009), pero por ahora el meticuloso control de sus películas no está enemistado con su genial osadía. En su caso, hay que considerar además que manejan presupuestos ajustados y que la hiperfragmentación de sus filmes implica rodajes complejos, en los que asumir riesgos podría ser una temeridad. Precisamente, los problemas financieros afectaron a la intrépida filmación de Al otro lado del viento e impidieron más tarde que Welles pudiera terminar su hipotético montaje de la película (sí llegó a editar algunas secuencias, pero después perdió el control de su obra por los derechos de autor). ¿Hubiese sido más satisfactorio estéticamente el proyecto con mayor planificación y garantías económicas? No existen respuestas fáciles, aunque cabe recordar que las máximas libertades posibles en un rodaje nunca son plena garantía de logros estimulantes, ni tan siquiera de la mano de grandes cineastas. El halo mítico de la pregunta planteada por Llinás —que no se aleja tanto de la escritura automática que defendían sus apreciados surrealistas— es contagioso, pero es indudable que las mayores revelaciones cinematográficas pueden surgir en cualquier fase creativa de un filme (desde el guión hasta el montaje) y que la ansiada inspiración no deja de ser un feliz misterio sin resolver más allá del control, las improvisaciones o los accidentes.
© Carles Matamoros, noviembre de 2018
(1)↑ Para conocer los métodos de rodaje de Cattet y Forzani, recomiendo la lectura de esta entrevista de Peter Goldberg a los dos cineastas en Slant Magazine. También es muy clarificadora esta crítica de Laissez bronzer les cadavres a cargo de Henri de Corinth publicada en Mubi.
(2)↑ Declaraciones extraídas de El cine según Hitchcock, de François Truffaut, correspondientes a la edición española de 2008 de Alianza Editoral.
(3)↑ Declaraciones extraídas de Conversaciones con Buñuel, de Max Aub, correspondientes a la edición española de 1986 de Aguilar.
(4)↑ Ver nota 2.