Lo nunca visto

Intervenciones#6

 

En los últimos tiempos, la imagen se ha adueñado de eso que llamamos hablar o escribir sobre cine: se recurre sin cesar a la imagen, se proyectan imágenes, se componen ensayos con imágenes… El papel que hace unos años desempeñaba la mirada se ha trasladado ahora a ese otro fetiche, con su consiguiente transformación, a veces, en mera fórmula. Dos dudas me asaltan a la hora de enfrentarme a algo que, por otra parte, yo también he practicado: la posible minusvaloración del texto analítico o crítico como consecuencia de esa hegemonía, y lo que ese predominio del icono significa en cuanto a una cierta concepción del cine se refiere.

Voy a partir, para ello, de una de mis imágenes favoritas al respecto. En Laura (1944), de Otto Preminger, el teniente McPherson (Dana Andrews) se queda dormido ante el retrato de Laura Hunt (Gene Tierney), la mujer presuntamente asesinada por cuya figura experimenta una creciente obsesión. Primero la cámara se acerca a su rostro ladeado en el sillón. Luego se aleja sin corte alguno para volver a un encuadre más amplio. Inmediatamente después se producirá, ya en otro plano, la entrada de Laura en la habitación. ¿A qué se debe ese movimiento de cámara? ¿Qué cantidad de tiempo comprime? ¿Cuánto ha dormido McPherson? ¿Es, entonces, el equivalente de una elipsis? Es evidente –o por lo menos a mí me lo parece– que no se trata simplemente de un desplazamiento en el espacio, sino también en el tiempo, pero igualmente es cierto que la imagen no ha variado excepto en la cantidad de espacio abarcado. ¿Cómo explicar eso poniendo, una al lado de otra, imágenes que no existen? Porque lo más importante aquí es lo invisible. Pero no ninguna entidad oculta, nada que se parezca a lo espiritual, nada identificable con una cierta metafísica del cine, sino imágenes que se escamotean, que Preminger prefiere no dar a ver excepto como evocación poética. En ese movimiento se incluyen, o podrían incluirse, las imágenes prohibidas de Laura Hunt que solo se agitan en la cabeza de McPherson. No hay representación posible para esas imágenes, no existen, pero desempeñan un papel fundamental en la visión de ese momento. El cine que llamamos “moderno” les podrá dar una cierta visibilidad, pero el cine “clásico” las oculta detrás de otras, sin restarles, no obstante, un ápice de importancia. Porque su manifestación otorgaría una condición demasiado física a la imagen cinematográfica.

 
Podría citar decenas de esos momentos que tengo marcados a fuego en la memoria, hasta el punto de que a veces las imágenes inexistentes se revelan y acuden al recuerdo tomando formas que ya solo dependen de mi imaginación. ¿Cuántas veces recordamos planos o hasta escenas que, al volver a ver la película, finalmente no existen? Podría igualmente justificarse la estrategia por motivos de explicitud indebida, es decir, de autocensura: lo que veríamos, de hacerse presentes esas imágenes, sería lo obsceno, incluso lo aberrante, y no solo en un sentido sexual. En efecto, hablo de eso, y del fuera de campo, pero también de una especie de off diegético, de algo que sucede en el exterior del mundo representado y en la imaginación de cada espectador frente a esas imágenes que se hurtan a su visión. El cine, por lo tanto, como una no-imagen que se construye a partir de la imagen vista o sugerida, de modo que ese campo invisible puede que ni siquiera tenga una forma figurativa, sea algo así como el caos de las formas.

Hitchcock, en Vértigo (1958), escenifica esa posibilidad al dotar de imágenes a la ensoñación que acosa a Scottie (James Stewart) mientras besa a Judy y recuerda a Madelaine (ambas Kim Novak). La cámara gira en torno a ellos, se apagan las luces y aparece otro decorado situado en otro tiempo y otro lugar, allá donde tuvo en sus brazos a la mujer que amó. No se trata de un flashback, estamos a la vez aquí y allá, en este tiempo y en el anterior. Son las imágenes que quizá evocaríamos si Hitchcock no las mostrara en la sombra. En Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, se delata y caricaturiza esa tendencia del cine “clásico” a la ocultación cuando, en el coche que conduce Michel Poiccard (Jean-Paul Belmondo), la cámara filma a Marianne (Jean Seberg) en un plano sostenido que se somete a diversos cortes, de manera que contemplamos su silueta como saltando a través de espacios de tiempo que se nos arrebatan a la mirada. En Persona (1966), de Ingmar Bergman, el parlamento de Alma (Bibi Andersson) se oye dos veces, una con su propia imagen y otra con la de Elizabeth Vogler (Liv Ullmann), que la escucha en su mudez, para poner en evidencia aquello que no hubiéramos visto en una narración clásica, a la vez el plano y el contraplano en toda su extensión. En El eclipse (L’eclisse, 1962), de Michelangelo Antonioni, la cámara se pierde al final para filmar los espacios vacíos por donde poco antes han transitado los amantes, en lo que constituye una mostración de lo que hay más allá del final de un relato.

Godard, Bergman, Antonioni: la no-imagen se hace imagen, o por lo menos intenta dar forma a un avatar de esa posibilidad. Se trataría, entonces, de girar alrededor de una imagen ausente sobre la que versaría toda película. ¿Qué aspecto tiene el rostro del otro cuando le están hablando? ¿Qué hace aquel que no aparece en los intervalos de una doble acción que se intenta mostrar simultáneamente? ¿Qué ocurre en los fragmentos de tiempo que no se nos dan a ver? ¿Qué tiene lugar en la transición de un plano a otro para que se produzca, por ejemplo, una resurrección como la de Ordet (1955), de Dreyer? Hablo del plano-contraplano, del montaje paralelo, de la elipsis, de elementos del lenguaje cinematográfico sancionados prácticamente desde sus orígenes. Pero también de figuras retóricas que no tienen nombre porque en la pantalla ni siquiera aparece el indicio de su existencia figurativa. ¿Cómo explicar entonces esta ausencia de imágenes, en el discurso analítico, mediante imágenes? ¿No se tratará de intentar darles forma, trabajosamente, mediante la palabra, de la descripción imposible de algo posible pero nunca visto? Yo creo que ahí está uno de los grandes interrogantes y a la vez uno de los más inquietantes desafíos del discurso contemporáneo sobre el cine.