48

Poderes y perversiones de la máquina de visión

 

La cara es el espejo del alma, y los ojos sus delatores

Marco Tulio Cicerón

Fui fotografiado varias veces, pero no tengo fotografías. No conozco a nadie que tenga fotografías de esos tiempos difíciles.

Amós Mahanjane, 48

 

 

“Lo recuerdo… Es en el cuartel general de la PIDE, cuando fui arrestada en 1949”. Quien pronuncia estas palabras con la voz entrecortada, pero firme a la hora de precisar los recuerdos, es Georgette Ferreira, histórica opositora en la clandestinidad a la dictadura de António de Oliveira Salazar; dictadura que perduró 48 largos años, los que le dan título al trabajo de Susana de Sousa Dias. Sin embargo, frente a la puntualidad del testimonio, la voz se mantiene en el anonimato (solo los créditos finales revelan la identidad de los entrevistados). Al compás de un pausadísimo fundido que va dejando aparecer la imagen en blanco y negro del rostro de perfil, compuesta según las convenciones de la fotografía de registro policial, la voz de Georgette va ocupando el espectro narrativo.

El testimonio es inequívocamente contemporáneo, pero la imagen es de otro tiempo, y la unión de ambos pone de manifiesto la fisura irreparable marcada por la dictadura salazarista. Encerrada en esa cripta fotoquímica, la voz de Georgette adquiere los atributos de alguien que ha vuelto del más allá para saldar cuentas con el mundo de los vivos. Lejos del énfasis vindicativo, el dispositivo desde el que se articula esa voz (y las que vendrán a acompañarla) parece limitarse a acondicionar el lugar que posibilite un trabajo de duelo por largo tiempo aplazado.

La estrategia elegida por Susana de Sousa en 48 (2009) es aparentemente sencilla. Tanto, que pudiera pasar por simple: a lo largo de 90 minutos, una serie de fundidos desde negro va dejando aparecer las fotografías de registro, de frente y de perfil, de 16 opositores a la dictadura de Salazar detenidos y torturados por la PIDE (Polícia Internacional e de Defesa do Estado) entre 1949 y 1974. Las voces de los represaliados construyen el hilo narrativo que permite seguir la historia de la brutal represión dictatorial, desgranando las humillaciones y las torturas a las que fueron sometidos los prisioneros por la policía y el ejército. No obstante, frente a la aparente sencillez de este austero dispositivo, y más allá de la creación de un marco propicio a la realización de los rituales del duelo, lo que se pone en juego en 48 es un espacio de resistencia organizado en torno a los propios vestigios de la represión: en este caso, las fotografías de registro de la PIDE.

Esas fotografías constituyen la única evidencia de tipo visual que documenta el paso de los detenidos por la comisaría, cuestión lejos de ser baladí en un tiempo histórico en el que la verdad indicial de la fotografía fue opuesta y esgrimida por los discursos disciplinarios como superior a la verdad textual (que caracteriza, por ejemplo, al testimonio oral). Desde que, alrededor de 1860, se generalizara la documentación fotográfica de prisioneros “en el contexto general de estos esfuerzos sistemáticos para regular la presencia creciente de «clases peligrosas», procedentes de los desempleados crónicos del subproletariado” (1), la fotografía no ha dejado de servir como instrumento de control y de disciplina en las sociedades industrializadas. Como reverso tenebroso de la honorable fotografía de retrato burgués, que contiene las huellas de “los cuerpos visibles de héroes, líderes y ejemplos de moralidad”, la fotografía de registro inaugura una suerte de archivo en la sombra que se pone al servicio de la identificación (y control) de “los pobres, los enfermos, los locos, los criminales, los no blancos, las mujeres y otras encarnaciones de lo indigno” (2). Si la naturaleza mecánica de la fotografía permitió elevarla a la categoría de verdad legal y establecer el retrato de registro policial como sistema de objetivación de los rasgos individuales con vistas a la identificación del cuerpo criminal, los recursos expresivos que se despliegan en 48 ponen en juego un mecanismo de desambiguación que lleva a la espectadora a preguntarse: ¿qué revelan estas fotografías?

Son esos mecanismos casi invisibles, como los leves movimientos de la cámara sobre la fotografía, los efectos de reencuadre o los fundidos entre imágenes que encadenan las alteraciones del rostro entre instantánea e instantánea, imprimiendo “movimiento” a las imágenes cautivas; los largos fundidos en negro que pausan y puntúan; las voces que enfatizan la distancia temporal; son esas operaciones prácticamente imperceptibles, las que invitan a mirar con detenimiento esos rostros devastados, a preguntarse si constituyen, acaso, el reflejo de estas almas. Afortunadamente, otro elemento contribuye a fijar, a dimensionar, a contextualizar la imagen al enmarcarla en la experiencia: la palabra.

En 48 la palabra no solo es reconocida como el único instrumento de poder con el que cuentan los detenidos para hacer frente a sus torturadores (“ellos tienen el poder de usar todos los medios para hacer hablar. Los detenidos tienen el poder de no hablar” o “frente a lo que ellos esperarían, yo le dije a mi padre: oye, papá, pórtate bien. Acuérdate de la lección que me enseñaste: no puedes hablar”). La palabra forma parte también del mecanismo explicativo que arroja luz sobre el enigma de la gestualidad de los prisioneros: los pormenores que rodean a la toma de la fotografía (poco después de la detención o tras varios días de encarcelamiento, antes o después de largas jornadas de tortura, etc.) informan sobre el poder de una mueca forzada, una sonrisa incipiente, o un rostro que guarda la compostura como veladas estrategias de resistencia, de defensa de la dignidad socavada por el tormento policial. En este caso, si “ellos” tienen el poder de tomar las fotografías, los prisioneros tienen la posibilidad de controlar la variable que atañe a la expresión del rostro: “ellos hacen la foto, tú eliges la cara”. Bajo este punto de vista, la arquitectura de 48 es solidaria de esas estrategias de apropiación de la palabra y del gesto que constituyen las formas de resistencia de los detenidos, pues son esas mismas fotografías, identificativas y acusadoras, las que se vuelven ahora contra sus artífices poniendo en evidencia la ideología que las informa.

 

Collages de fotogramas: Raúl Pedraz

(1) Allan Sekula, «The Body and the Archive», October, Vol. 39 (invierno de 1986), pág. 5.

(2) Íbídem, pág. 10.

 

 © Sonia García López